Dios es nuestro mayor tesoro, nuestra razón de existir y el centro de toda adoración. Por eso debemos cantarle e invocar Su santo nombre con corazones sinceros. Él es nuestro Creador, nuestro sustento, nuestro refugio y fortaleza. A Él pertenece la honra, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Ninguna riqueza de este mundo puede compararse con la dicha de tener comunión con el Dios vivo. Su presencia llena nuestra alma de gozo y paz, y solo en Él encontramos verdadera plenitud.
A veces, sin darnos cuenta, ignoramos Su grandeza. Sabemos que Él es el Creador de todo, pero dejamos de adorarle y de agradecerle como se merece. El ser humano muchas veces se distrae con lo temporal y olvida lo eterno. Debemos recordar que cada día que respiramos, cada paso que damos, es una oportunidad para bendecir Su nombre. No hay privilegio más grande que el de rendirnos ante Su presencia, postrarnos con humildad y elevar voces de júbilo a nuestro Dios grande, fuerte y misericordioso.
Toda la Biblia, desde Génesis hasta Apocalipsis, nos enseña acerca de la majestad de Dios. Cada libro, cada salmo, cada profecía revela Su poder, Su amor y Su justicia. Nos instruye a rendirle adoración con alegría, a cantar salmos de gratitud, a exaltar Su nombre por encima de todo. Por eso, todo lo que hagamos debe ser hecho para Su gloria. Nuestro servicio, nuestras palabras, incluso nuestros pensamientos, deben ser un reflejo de adoración al Creador.
3 Porque mejor es tu misericordia que la vida;
Mis labios te alabarán.4 Así te bendeciré en mi vida;
En tu nombre alzaré mis manos.
Salmos 63:3-4
Estas palabras del salmista David son un ejemplo perfecto de lo que significa una vida de adoración. Él comprendía que la misericordia de Dios es más valiosa que la vida misma. Por eso decía con convicción: “Mis labios te alabarán”. David no solo adoraba en los templos o en momentos de calma, sino también en medio de la soledad y la angustia. Cuando se encontraba en el desierto de Judá, sin agua, sin recursos, sin aliados, seguía levantando sus manos al cielo para glorificar al Señor. Su entorno no determinaba su adoración, porque su fe estaba puesta en Aquel que nunca falla.
Así también nosotros debemos aprender a adorar a Dios en todo tiempo, sin importar las circunstancias. En los días buenos y en los días difíciles, Su nombre sigue siendo digno de alabanza. Él no cambia, y Su fidelidad permanece para siempre. Cuando levantamos nuestras manos, cuando abrimos nuestros labios, estamos reconociendo que toda bendición proviene de Él.
Dios es compasivo y lleno de misericordia. Día tras día nos cubre con Su amor, nos sostiene y renueva nuestras fuerzas. Bajo la sombra de Sus alas encontramos descanso y esperanza. Por eso debemos cantar salmos a Su nombre y proclamar Sus maravillas a las generaciones. Él es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, pero también es el Dios de todos los que le buscan de corazón.
Si no fuera por Su gracia y Su amor infinito, ninguno de nosotros estaría aquí. Todo lo que somos y todo lo que tenemos es por Su bondad. Invoquemos Su nombre en todo momento y en todo lugar. No nos cansemos de cantar para Su gloria, de proclamar Sus obras y de anunciar Su salvación. Que cada respiración sea un acto de adoración al Creador de todas las cosas.
No dejemos que el mundo apague nuestra alabanza. Cantemos nuevos cánticos a Dios, llenos de gratitud, fe y amor. Seamos sabios y humildes, postrémonos ante Su majestad con reverencia y alegría. Él se merece lo mejor de Su creación, porque Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Que toda rodilla se doble ante Su presencia y que toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
A Él sea la gloria, la honra y la alabanza por siempre. Amén.