Demos gracias a Dios y elevemos cánticos de alabanza por el incomparable sacrificio que Él hizo al enviar a Su Hijo amado, Jesucristo, para redimirnos. El Padre, movido por un amor eterno, decidió entregar a Su único Hijo para que fuera crucificado y maltratado en la cruz del Calvario, con el propósito de darnos libertad del pecado y de la condenación eterna. Este acto supremo de amor y gracia es el fundamento de nuestra fe y la razón por la que hoy podemos caminar en el camino de la verdad y la vida. Cada gota de sangre derramada por Cristo nos recuerda cuánto valemos ante los ojos de Dios y cuánto nos ama el Salvador.
¡Oh, cuán inagotable es el amor de nuestro Señor Jesús! Un amor que sobrepasa todo entendimiento humano, un amor que no conoce límites ni condiciones. Él dio Su vida voluntariamente, soportó el dolor, la humillación y la cruz, todo por amor a nosotros. Lo hizo para romper las cadenas de la esclavitud espiritual y darnos una nueva oportunidad de vida. Solo Él fue capaz de ofrecer un sacrificio perfecto, porque no había pecado en Él. Era Dios mismo hecho hombre, tomando forma de siervo, humillándose hasta la muerte, y muerte de cruz, como dice Filipenses 2:8. Adoremos al Señor con gratitud y reverencia, porque Su obra redentora sigue viva en nuestros corazones. Recordemos cada día este hecho glorioso, no solo en Semana Santa, sino en cada instante de nuestras vidas.
No hay nadie como Él. Ningún otro en la historia de la humanidad ha mostrado un amor tan puro y sacrificial. Reconozcamos Su poder, Su gloria y Su majestad. Adoremos únicamente a nuestro Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Nadie podría haber tomado nuestro lugar ni haber pagado el precio de nuestros pecados, excepto Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En la cruz, Él proclamó con Sus últimas palabras: “Consumado es”, sellando así la obra perfecta de salvación. Esa declaración sigue resonando hoy, recordándonos que ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús.
Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.
Juan 15:13
Este versículo resume la esencia del Evangelio: el amor de Dios manifestado en Cristo. Jesús no solo nos llamó amigos, sino que demostró ese amor con hechos. Él se entregó a sí mismo, sin dudarlo, sabiendo el sufrimiento que le esperaba. Fue crucificado por amor a nosotros, cargando sobre Sus hombros nuestras culpas, nuestras enfermedades, nuestras penas y toda nuestra maldad. Solo Él pudo dar lo que ningún ser humano podría ofrecer: Su vida en rescate por muchos. Mientras estuvo en la tierra, su compasión fue evidente: sanó enfermos, liberó endemoniados, alimentó a multitudes, consoló a los quebrantados y hasta resucitó a los muertos. Pero la mayor de todas Sus obras fue vencer a la muerte, resucitando al tercer día para darnos vida eterna.
Cada milagro que Jesús hizo apuntaba a Su naturaleza divina y a Su misión redentora. Pero en la cruz, esa misión llegó a su punto culminante. Allí, el amor triunfó sobre el pecado, la misericordia venció al juicio, y la vida derrotó a la muerte. El velo del templo se rasgó en dos, simbolizando que ahora tenemos acceso directo al Padre. Por eso, debemos vivir cada día con gratitud, reconociendo que nuestra salvación no fue comprada con oro ni plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como dice 1 Pedro 1:18-19. Él lo dio todo, sin pedir nada a cambio, solo nuestro corazón rendido en adoración.
Así que no dudemos jamás en alabar Su nombre. Que nuestra vida entera sea una ofrenda viva de gratitud y devoción. Postrémonos ante Él con humildad y con un corazón agradecido, reconociendo que no merecíamos tan grande amor. El sacrificio de Cristo es el mayor regalo que la humanidad ha recibido, el acto de amor más puro y sublime que jamás se haya hecho. Por eso, adoremos, cantemos y exaltemos Su nombre todos los días. No olvidemos nunca lo que Él hizo por nosotros. Su fidelidad es eterna, Su gracia no tiene fin y Su misericordia nos alcanza cada mañana. ¡A Él sea la gloria, el honor y la alabanza por los siglos de los siglos! Amén.