A nuestro Dios debemos dar siempre alabanzas, porque Sus hechos poderosos nos han sostenido día tras día. Él es quien nos guarda, nos levanta y nos da fuerzas nuevas cada mañana. Su poder incomparable se manifiesta en cada detalle de nuestra existencia: en el aire que respiramos, en el amanecer de cada día y en la protección que sentimos incluso en medio de la adversidad. Sus obras gloriosas dan testimonio de Su grandeza y Su amor eterno. Por eso, debemos reconocer con humildad y reverencia que no hay otro Dios como Él. Ningún ser humano, ángel o fuerza creada puede compararse con Su majestad. Nuestro Dios es único, fiel y digno de toda exaltación. Que nuestras bocas se llenen de cánticos, que nuestros corazones rebosen de gratitud y que nuestras vidas sean una ofrenda constante de adoración al Señor que vive y reina para siempre.
Su poder se ha manifestado a lo largo de todas las generaciones. Desde el principio de los tiempos, Dios ha mostrado Su gloria en la creación y en Sus obras maravillosas. Los cielos cuentan Su gloria, el firmamento anuncia la obra de Sus manos, y cada criatura refleja la perfección de Su sabiduría. A lo largo de la historia, Su nombre ha sido engrandecido por los profetas, los reyes, los justos y todos aquellos que han experimentado Su fidelidad. Él sigue siendo el mismo Dios que abrió el Mar Rojo, que dio maná en el desierto, que derribó murallas con el sonido de trompetas, que cerró bocas de leones y que resucitó muertos. Su poder no ha cambiado; Su brazo sigue extendido, y Su voz sigue resonando sobre las naciones. Por eso, toda la tierra, el mar y todo ser viviente deben rendirse ante Él, reconociendo Su autoridad suprema. Que cada pueblo, tribu y lengua proclamen: “Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza”.
Imaginemos por un momento el acontecimiento glorioso cuando el pueblo de Israel escuchó la voz de Dios en el monte Sinaí. Aquel sonido atronador y majestuoso estremeció todo el lugar. Los truenos, los relámpagos y el sonido de trompeta hacían temblar los corazones. El pueblo quedó tan impactado por la presencia divina que no pudieron resistirla y rogaron a Moisés que hablara con Dios en su lugar. Ese episodio nos recuerda la santidad y el poder inigualable de nuestro Creador. Ese es el mismo Dios que adoramos hoy, el mismo que gobierna los cielos y la tierra. Su gloria es irresistible, Su poder es infinito y Su santidad es perfecta. Por eso, debemos honrar Su nombre con reverencia y gratitud, proclamando Su grandeza con nuestras voces y con nuestras vidas. Él es digno de toda exaltación, ayer, hoy y por los siglos de los siglos.
1 Aclamad a Dios con alegría, toda la tierra.
2 Cantad la gloria de su nombre; Poned gloria en su alabanza.
3 Decid a Dios: ¡Cuán asombrosas son tus obras! Por la grandeza de tu poder se someterán a ti tus enemigos.
4 Toda la tierra te adorará, Y cantará a ti; Cantarán a tu nombre. SelahSalmos 66:1-4
En estos poderosos versículos del Salmo 66 encontramos un llamado universal a la adoración. El salmista nos invita a aclamar a Dios con alegría, a cantar la gloria de Su nombre y a reconocer Sus obras asombrosas. Es un recordatorio de que la adoración no es solo una acción, sino una actitud constante del corazón. Cuando alabamos a Dios, reconocemos Su poder sobre toda la creación y afirmamos que Él gobierna sobre todo. “Toda la tierra te adorará”, dice el salmista, porque llegará el día en que cada rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor. Las obras de Dios son inigualables: Él transforma corazones, sana enfermedades, perdona pecados y cambia destinos. Su misericordia es infinita y Su amor inquebrantable. Por eso, cada creyente debe vivir con una canción en sus labios y gratitud en el alma. Alabemos al Dios eterno, al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, al Dios que nos sostiene con Su poder y nos cubre con Su amor. A Él sea la gloria, el honor y la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.