Tuya es la alabanza, oh Dios

El Salmo 65 fue escrito por el rey David, aunque no se conoce con exactitud la situación específica que lo inspiró. Sin embargo, debido a las referencias que hace a la fertilidad de la tierra, al ganado y a la abundancia del grano, muchos estudiosos creen que este salmo fue compuesto para ser cantado durante el festival de la cosecha, una celebración en la cual el pueblo de Israel daba gracias a Dios por Su provisión. Este salmo es una hermosa mezcla de gratitud, adoración y reconocimiento del poder de Dios sobre la naturaleza y sobre la vida humana.

El salmista comienza este salmo destacando que la alabanza solo le pertenece a Dios:

Tuya es la alabanza en Sion, oh Dios,
Y a ti se pagarán los votos.
Salmo 65:1

Reconocer que la alabanza pertenece solo a Dios es una verdad fundamental que todo cristiano debe abrazar. David declara que en Sion —la ciudad de Dios, símbolo de Su presencia entre Su pueblo— la alabanza es exclusivamente para Él. No hay otro que merezca la gloria, la honra y la exaltación. Esta afirmación nos recuerda que Dios no comparte Su gloria con nadie, porque solo Él es santo, eterno, creador y sustentador de todo cuanto existe. Por lo tanto, nuestra alabanza debe ser sincera, total y entregada de corazón.

La palabra “tuya” en este versículo proviene de una raíz hebrea que también puede interpretarse como “silencio”. Esto nos enseña algo profundo: no toda alabanza comienza con palabras o con música. A veces, la verdadera adoración nace del silencio reverente delante de Dios, cuando el alma queda en asombro ante Su grandeza. Hay momentos en los que el poder, la santidad y el amor de Dios nos dejan sin palabras; nuestro corazón se postra y simplemente guarda silencio, porque no hay expresión humana que pueda abarcar Su gloria.

También nos quedamos mudos porque reconocemos lo impuros y pequeños que somos delante de Él. Cuando contemplamos Su majestad, entendemos que ninguna palabra es suficiente para describir Su grandeza. Imagina por un momento aquel gran día cuando estemos delante del trono de Dios, viendo Su gloria cara a cara. ¿Qué diremos? ¿Existirán palabras suficientes para expresarle nuestra gratitud y adoración? Probablemente, como Isaías, solo diremos: “¡Ay de mí!”, o como los ancianos del Apocalipsis, nos postraremos en silencio, arrojando nuestras coronas delante del Cordero.

La alabanza es única y exclusivamente de Dios. No es para ídolos, ni para hombres, ni para nosotros mismos. Él es el centro de todo cántico y toda adoración verdadera. Cuando cantamos, oramos o simplemente meditamos, debemos recordar que toda exaltación pertenece a Dios y que no debe ser compartida con ningún otro. David lo entendía muy bien, y por eso decía: “A ti se pagarán los votos”, es decir, cumpliré mis promesas delante de ti, Señor, porque Tú eres digno de fidelidad y obediencia.

Así que, demos adoración solo a Él. Que nuestras palabras, nuestros pensamientos, nuestras acciones y aún nuestros silencios sean una ofrenda de alabanza a Dios. No necesitamos esperar a un festival o a un momento especial; cada día es una oportunidad para honrarlo por Su provisión, Su perdón, Su misericordia y Su amor eterno. Que al igual que David, podamos decir con humildad y reverencia: “Tuya es la alabanza, oh Dios”.

...
Mis labios Te alabarán
Cantad la gloria de su nombre