En la ley de Dios debemos estar contentos, alegrarnos y bendecir su santo nombre desde lo más profundo del corazón. Sus estatutos nos conducen al descanso y nos permiten conocer mejor quién es Él. A través de su Palabra descubrimos lo que debemos hacer, cómo debemos vivir y de qué manera podemos agradarle. Por eso, adoremos a Dios por encima de toda sabiduría humana, pues su conocimiento es perfecto, eterno y verdadero. Él es real, poderoso y su verdad permanece para siempre.
Dios es la fuente de toda sabiduría. De Él mana todo conocimiento, fuerza y dirección. Por eso, cada día debemos pedirle entendimiento para seguir cantando y adorando su nombre con integridad y reverencia. No dependemos de nuestras propias fuerzas, sino de las suyas, que nos sostienen día tras día y nos permiten experimentar su amor y su misericordia, que son grandes, eternas y fieles.
El salmista lo expresa de manera hermosa al decir que se regocija en los estatutos del Señor. Es decir, encuentra gozo en obedecer, en meditar y en vivir conforme a la voluntad de Dios. Y esa debe ser también nuestra actitud: amar su ley, deleitarnos en ella, obedecerla y proclamarla. Porque solo en Dios hay verdadera alegría, y solo en su Palabra encontramos el camino seguro.
Me regocijaré en tus estatutos;
No me olvidaré de tus palabras.
Salmos 119:16
Estas palabras nos muestran las excelencias de la ley de Dios. No se trata de una carga pesada, sino de un tesoro que trae vida, paz y dirección. Su ley es perfecta, convierte el alma, alumbra los ojos y hace sabio al sencillo. Por eso debemos gozarnos en ella y ser agradecidos por esta guía que viene del cielo. La Palabra de Dios nos enseña, nos corrige, nos fortalece y nos ayuda a resistir todo aquello que se oponga a su voluntad.
En un mundo donde muchos desprecian los mandamientos del Señor, nosotros, como pueblo de Dios, debemos ser fieles a su verdad. Debemos levantar nuestra voz, no para exaltarnos a nosotros mismos, sino para dar gloria al Dios que nos ha salvado. Él es digno de toda adoración porque sus obras son grandes y maravillosas, porque hace lo imposible posible y porque nadie puede resistir a su voluntad.
La ley de Dios no solo nos muestra cómo vivir, sino que también nos revela quién es Él: santo, justo, misericordioso y lleno de verdad. A través de sus mandamientos aprendemos a amar, a perdonar, a ser humildes y a caminar en justicia. Por eso debemos meditar en su Palabra de día y de noche, tal como dice el Salmo 1, para ser como árboles plantados junto a corrientes de aguas, que dan fruto a su tiempo y cuyas hojas no caen.
Rendimos alabanzas solo a Él, cantamos sus maravillas y proclamamos que no hay obra humana que pueda igualar su poder. Sus hechos sobrepasan cualquier entendimiento. Él abre caminos donde no los hay, sostiene al caído, levanta al humilde y guarda a los que le aman. Por eso, con gratitud en nuestro corazón, debemos declarar que el Señor es bueno y que para siempre es su misericordia.
Sigamos de cerca su Palabra, amemos sus mandamientos y obedezcamos con gozo sus estatutos. Que nuestra adoración no sea solo con los labios, sino con el corazón, con nuestras acciones y con nuestra manera de vivir. Que en nuestra mente y en nuestro corazón siempre resuene su verdad.
Meditemos en su ley, de día y de noche, y seamos buenos administradores de lo que Él nos ha dado. De esta manera, el conocimiento de Dios en nuestras vidas será una bendición abundante, una fuente de vida y un motivo constante para adorarle. Que Él reciba toda la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.