Oh, alma mía, alaba al Dios Todopoderoso, proclama Su nombre por todos los pueblos, habla de Su gran amor y declara Sus maravillas. Que mi alma exprese lo poderoso y glorioso que es mi Dios. Señor, a Ti cantaré y a Ti alabaré mientras tenga vida, porque solo Tú eres digno de recibir adoración y honra por los siglos de los siglos. Que cada latido de mi corazón sea una ofrenda de gratitud al Rey de reyes y Señor de señores.
Con mis manos, con mi voz y con mi vida entera te alabo, bendito Señor. Tú has sido bueno conmigo, has sido mi refugio, mi ayuda y mi consuelo. No hay nadie como Tú, Señor; Tú eres fiel aunque nosotros fallamos, eres paciente aunque nosotros somos débiles. Seas bendito para siempre, porque de pueblo en pueblo y de nación en nación Tu nombre ha sido proclamado y Tu respaldo ha sido evidente. Por eso, sea alabado Tu nombre sobre toda la tierra.
Que mi alma te exalte desde lo más profundo, que incluso en medio del silencio o el dolor, mi espíritu pueda levantar sus manos y reconocer que Tú sigues sentado en el trono. En donde quiera que me encuentre, que mi corazón tenga una canción para Ti, y que mis labios no se cansen de pronunciar Tu santo y bendito nombre, que es sobre todo nombre.
Alabaré a Jehová en mi vida;
Cantaré salmos a mi Dios mientras viva.
Salmos 146:2
¿Quién fue el que creó los cielos, la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay? Fue Dios. ¿Quién sostiene al universo con el poder de Su palabra? Dios. Por eso, a Él debo alabar por siempre. Pero no solo por Sus obras visibles, sino también por el sacrificio perfecto de Jesús en la cruz del calvario, donde derramó Su sangre por amor a nosotros. Esa cruz es la mayor muestra de amor, y por ella nuestra adoración debe ser aún más sincera y profunda.
Por eso debo darle honra y gloria. Debo aplaudir Sus maravillas, rendirme en adoración por Sus proezas. Es bueno habitar en Su presencia, porque en ella hay paz, descanso, amor y plenitud. Allí el alma cansada encuentra alivio, el corazón herido encuentra consuelo y el espíritu abatido recibe nuevas fuerzas.
Él será para nosotros como nube en medio del sol ardiente del desierto. Así como protegió a Israel en su caminar por tierras secas, así nos cubre a nosotros, para que no seamos consumidos por las pruebas ni vencidos por el dolor. Confiamos, Señor, en lo que Tú puedes hacer. Ayúdanos a no adorarte por beneficio propio, sino porque Tú lo mereces. Que nuestra alabanza no sea interesada, sino un acto de amor, gratitud y reverencia.
No olvidemos que nuestro Dios debe recibir la mejor adoración, no algo superficial o mecánico, sino un cántico que brote desde lo más profundo del corazón. Que en cada amanecer podamos decir: “¡Qué bueno es alabarte, mi Dios, y cantar salmos a Ti!” Porque cuando alabamos a Dios, las cadenas se rompen, la tristeza huye, el temor se desvanece y la fe se fortalece.
No importa cuán grande sea la batalla, no importa cuán alta sea la muralla que se levante delante de ti; si levantas tus manos y adoras a Dios, Él peleará por ti. Él es quien abre los cielos, quien transforma el lamento en danza y quien convierte la oscuridad en luz. Por eso, alma mía, nunca te canses de alabar al Señor.
Mientras tengamos aliento, mientras haya vida en nosotros, sigamos proclamando que Dios ha sido bueno. Que cada paso, cada palabra y cada suspiro glorifiquen Su nombre. Porque Él es digno, Él es Santo, y solo Él merece toda exaltación. ¡Alma mía, bendice a Jehová!