Cada momento de nuestra vida debe ser una oportunidad para dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho, por lo que está haciendo y por lo que aún hará. Servirle con alegría y con alabanzas sinceras es el mayor privilegio que tenemos como hijos Suyos. Él es digno de toda gloria, de todo honor y de toda adoración. No hay palabras suficientes para expresar la grandeza de Su amor, ni melodía que iguale la hermosura de Su presencia. Por eso, cantemos con ese amor que Él ha depositado en nuestros corazones, porque fue Él quien nos amó primero y nos enseñó lo que significa amar de verdad.
Seamos agradecidos con un corazón dispuesto, actuando conforme al amor infinito que hemos recibido de parte de Dios. Ese amor debe reflejarse en nuestras acciones diarias: en la manera en que tratamos a los demás, en la compasión que mostramos y en el perdón que otorgamos. Así damos testimonio de que Su amor habita en nosotros, un amor más grande que la vida misma, tan inmenso que llevó a Cristo a la cruz para salvarnos. ¡Oh, qué amor tan maravilloso! Por eso, postrémonos delante del Señor en adoración sincera, reconociendo que Él es nuestro Dios y que fuera de Él no hay otro. Que todo nuestro ser —alma, mente y cuerpo— se rinda ante Su majestad.
No hay nadie como el Señor. Ni en la tierra, ni en los cielos, ni debajo de la tierra hay quien se compare con Su poder y Su gloria. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el creador de todas las cosas. Todo lo que existe le pertenece y todo fue hecho para Su gloria. Por eso, toda rodilla debe doblarse y toda lengua confesar que Él es Dios. Démosle a Él todo honor, porque Suya es la gloria, la honra y el poder por los siglos de los siglos. Cuando adoramos a Dios, no solo reconocemos Su grandeza, sino también nuestra total dependencia de Él. Alzamos nuestras voces porque sabemos que cada alabanza es un acto de gratitud y una proclamación de fe.
Señor, con mi alabanza invocaré Tu santo y bendito nombre. Gracias por ese amor que llena mi corazón de alegría, un amor que da paz cuando hay tormenta y esperanza cuando parece no haber salida. Ese gozo que Tú me das es mi fortaleza y me impulsa a seguir cantando, aun en medio de las dificultades. Con cada nota, con cada palabra, mi alma te exalta, reconociendo que Tú eres grande, maravilloso y digno de toda adoración. Sin Tu amor, Señor, la vida perdería su sentido. Pero gracias a Ti, tengo un propósito, una razón para vivir y una canción que entonar. Por eso te alabo, no solo con mi voz, sino también con mi vida.
Cantadle, cantadle salmos; Hablad de todas sus maravillas.
Salmos 105:2
Hagamos como nos exhorta este hermoso versículo: cantemos salmos al Señor, hablemos de Sus maravillas, contemos a otros las grandes cosas que ha hecho. No guardemos silencio cuando se trata de Su bondad. Cada vez que compartimos lo que Dios ha hecho por nosotros, estamos sembrando fe en los corazones de los demás. Nuestra alabanza puede ser un testimonio vivo que inspire a otros a buscar al Señor. Alabar no es solo cantar, sino vivir agradecidos, con una actitud de constante adoración. El verdadero adorador alaba en todo momento: cuando todo va bien y cuando las pruebas llegan, porque sabe que Dios es bueno siempre.
A Dios no dejaré de cantar; mientras tenga vida, mis labios declararán Su grandeza. Cada día puedo ver Su mano poderosa actuando a mi favor, guiándome, protegiéndome y llenándome de paz. Pero no cantaré solo por los momentos buenos o por los milagros que he visto, sino también por Su fidelidad constante. Aun cuando no entiendo Sus caminos, confío en Su corazón. Su misericordia me acompaña todos los días, y Su gracia me sostiene. Él ha guardado mi vida, ha sido mi refugio en la tormenta y mi gozo en el dolor. Por eso, no me cansaré de decir: alabado sea Su nombre, porque grande es el Señor y Su amor permanece para siempre.