Cada día debemos levantar nuestras voces en gratitud y confiar plenamente en el Señor con todo nuestro corazón. Él es nuestro refugio seguro, nuestro amparo en la tribulación y la fuente inagotable de esperanza. Por eso, es justo y necesario alabar Su nombre, bendecirle y proclamar entre los pueblos las maravillas que ha hecho. No hay otro como nuestro Dios, fiel y verdadero, digno de toda honra y de toda gloria. Vivimos en un mundo donde muchos olvidan agradecer, pero el creyente debe mantener viva la memoria del Señor, recordando siempre Sus obras y reconociendo que solo Él es el Dios que salva, restaura y da sentido a nuestras vidas.
Demos gracias al Señor, porque una vez estuvimos perdidos y sin dirección, caminando en tinieblas, cargando angustias y vacíos profundos. Pero en Su infinita misericordia, Dios nos alcanzó. Extendió Su mano para levantarnos del polvo y darnos un nuevo comienzo. Nos encontró cuando no teníamos esperanza, cuando el dolor y el pecado nos mantenían atados. Fue Su amor el que nos transformó, Su gracia la que nos rescató, y Su poder el que nos dio una nueva identidad como hijos Suyos. Hoy podemos testificar que el Señor cambió nuestro lamento en baile, que vistió nuestras vidas con alegría verdadera, esa alegría que no depende de las circunstancias, sino que fluye del corazón de Dios mismo.
Él ha reemplazado las lágrimas por risas, el duelo por gozo y la tristeza por cánticos de gratitud. Esa alegría que el Señor nos da es inquebrantable, porque no se basa en lo que tenemos o en lo que sucede a nuestro alrededor, sino en lo que Cristo hizo por nosotros en la cruz. Por eso, con ese mismo gozo con el que Dios nos restauró, cantemos con libertad y con amor, proclamando Su grandeza. Que nuestra vida entera sea una canción de gratitud, una melodía que anuncie Su fidelidad. Cada palabra, cada acto, cada alabanza debe ser una ofrenda que glorifique Su santo nombre.
11 Has cambiado mi lamento en baile;
Desataste mi cilicio, y me ceñiste de alegría.
12 Por tanto, a ti cantaré, gloria mía, y no estaré callado.
Jehová Dios mío, te alabaré para siempre.
Salmos 30:11-12
Estas palabras del salmista son un reflejo del corazón agradecido que ha experimentado la restauración divina. El salmo 30 es una hermosa expresión de acción de gracias por la bondad y la misericordia del Señor. David reconoce que Dios le levantó de la angustia y le devolvió la alegría. Su lamento fue cambiado en danza, su cilicio —símbolo de dolor y humillación— fue quitado, y en su lugar recibió un manto de gozo. Así actúa Dios con Sus hijos: transforma la tristeza en esperanza, la derrota en victoria y la desesperanza en alabanza. Cada vez que pasamos por una prueba, debemos recordar que Dios tiene el poder de revertir cualquier situación y convertir el dolor en propósito.
El versículo 12 nos muestra el compromiso del salmista: “Por tanto, a ti cantaré, gloria mía, y no estaré callado”. Quien ha sido testigo de la fidelidad de Dios no puede permanecer en silencio. Cuando el Señor ha hecho maravillas en nuestras vidas, lo natural es proclamarlo, contar a otros lo que Él ha hecho y compartir Su amor. Nuestra alabanza no debe limitarse a los templos o momentos específicos, sino manifestarse cada día, en cada palabra y en cada acción. Alabar a Dios es más que cantar; es vivir de manera que cada aspecto de nuestra vida refleje Su gloria.
De la misma manera que el salmista, nosotros debemos reconocer la grandeza y majestad del Señor todos los días. Él es digno de ser exaltado porque Su poder se mantiene inmutable, Su autoridad gobierna sobre todo y Su misericordia se renueva cada mañana. Cuando somos agradecidos, fortalecemos nuestra fe, y cuando alabamos, nuestra alma se llena de paz. Por eso, no te quedes callado ante las maravillas de Dios. Habla de Su amor, canta de Su fidelidad y anuncia Sus bondades a todos los que te rodean. Que tu vida sea una carta abierta que testifique que Dios cambia el lamento en gozo y el vacío en plenitud. Él es bueno, y Su amor permanece para siempre. Amén.