También nuestros hechos son muy importantes delante de Dios. No solo lo que decimos o cantamos tiene valor, sino también lo que hacemos, porque Dios se glorifica en nuestras acciones cuando son hechas con un corazón correcto. Nuestras obras pueden ser una alabanza silenciosa o un motivo de deshonra, por eso debemos tener sumo cuidado incluso en cómo nos presentamos delante de Él. Debemos alabarle y cantarle con dedicación, disciplina y reverencia, entendiendo que estamos sirviendo al Dios santo y todopoderoso.
Cada día debemos ser personas entregadas y decididas para adorar y bendecir el nombre de Dios. No se trata solo de cantar canciones en un templo, sino de vivir una vida que refleje lo que cantamos. Es importante que, cuando vayamos a dar alabanzas a Dios, seamos personas cuyo testimonio respalde nuestras palabras. Que nuestros hechos hablen de nuestra devoción, y que lo que vivimos esté alineado con lo que adoramos. Dios mira el corazón, pero también se agrada de una conducta que refleje obediencia y sinceridad. Alabemos a Dios porque en todo Él se glorifica grandemente.
Alabemos a Dios también con nuestras vestimentas. No porque la ropa en sí tenga poder espiritual, sino porque revela la actitud de nuestro corazón. Si nuestras vestimentas no reflejan modestia, reverencia ni respeto, entonces en nada sirve que levantemos nuestras manos o cantemos himnos. ¿Cómo podemos saber esto? Es el Espíritu Santo quien nos corrige, quien nos enseña a andar en pudor y modestia como dice Su Palabra (1 Timoteo 2:9-10). Una vestimenta honesta y modesta no busca llamar la atención de los hombres, sino honrar a Dios. Te aseguro que cuando vivimos con esta conciencia, podremos agradar al Señor en todo lo que hagamos. A Dios sea la gloria por siempre.
Cuando vayamos delante de la presencia de Dios, vayamos con regocijo, no con desánimo o costumbre. El desánimo puede venir, pero no debe ser la razón por la que adoremos de forma fría o sin corazón. Presentarnos ante Dios sin deseo ni reverencia deja mucho que decir, pues la adoración debe ser un acto voluntario de amor, no una obligación. Dios merece lo mejor de nosotros, no lo que sobra ni lo que hacemos por rutina.
19 ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo,
el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
20 Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues,
a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.
1 Corintios 6:19-20
Este pasaje nos recuerda una verdad profunda: no nos pertenecemos. Fuimos comprados por precio, y ese precio fue la sangre de Jesucristo derramada en la cruz. Por eso, todo lo que hacemos —cantar, hablar, vestirnos, trabajar, servir— debe glorificar a Dios. Nuestro cuerpo y nuestro espíritu son de Él. No podemos rendir alabanzas con los labios mientras nuestras acciones niegan lo que confesamos.
Todo lo que hacemos para el Señor debe ser hecho con excelencia, no para impresionar a otros, sino para agradar a Dios. No debemos ignorar lo que nos dice la Biblia: nuestra vida entera debe ser una adoración continua. Somos templo del Espíritu, y cuando comprendemos esto, entendemos que alabar a Dios no es solo cantar, sino vivir conforme a Su voluntad.
Glorifiquemos al Señor en todo: en nuestras palabras, en nuestras decisiones, en nuestra manera de comportarnos y aun en lo que vestimos. Que nuestros hechos reflejen que somos hijos de Dios y que hemos sido transformados por Su gracia. Él es digno, Él es santo, y para Él debe ser toda la gloria.