Debemos alabar a Dios en todo momento, reconocer que Él es el Rey de reyes y Señor de señores, digno de toda gloria, honor y majestad. No hay otro que merezca nuestras alabanzas como Él. Cada día es una nueva oportunidad para rendirle adoración, para levantar nuestras manos y decir con voz fuerte: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, aquel que era, que es y que ha de venir”. Vivir en alabanza constante no es solo cantar, sino reconocer en todo lo que hacemos que dependemos completamente de Su poder y Su gracia. Cuando nuestras vidas se convierten en una ofrenda de adoración, entonces cumplimos nuestro propósito más alto: glorificar al Creador que nos dio la vida.
Cada pueblo, tribu y nación debe reconocer Su poderío. Desde los confines de la tierra hasta los cielos, todo lo que existe da testimonio de Su grandeza. Él habló, y todo fue hecho; mandó, y todo existió. El universo entero obedece a Su voz. Por eso, todo ser humano debe inclinarse ante Él, reconociendo que solo en Dios hay salvación, gracia, misericordia y paz. No hay otro nombre dado a los hombres en el cual podamos ser salvos, sino en el nombre de Jesucristo. Así que honremos Su nombre en todo tiempo, proclamemos Su gloria entre las naciones y Su poder entre los pueblos. Que cada palabra que pronunciemos y cada acto que realicemos reflejen la majestad del Dios que vive para siempre.
El mundo entero debe humillarse ante Su presencia, reconociendo las obras poderosas de nuestro Dios grande y verdadero. Sus juicios son justos y Sus caminos perfectos. Él es quien gobierna sobre todo imperio y nación; nada sucede fuera de Su control. Los reinos de la tierra pasan, los tronos caen y los hombres se olvidan, pero Su reino permanece para siempre. Por eso, levantemos nuestras voces y alabemos Su santo nombre, porque Él es digno de ser exaltado. Que toda lengua confiese que Jesús es el Señor y que toda rodilla se doble ante Su gloria. No hay fuerza en el universo que pueda resistir Su poder. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, Aquel que sostiene todas las cosas con la palabra de Su poder.
Nadie puede resistir ante el gran poder de nuestro Dios omnipotente. Suya es toda sabiduría, toda honra y toda autoridad. Todos los reinos de la tierra Le pertenecen, y ante Su presencia la creación tiembla. Cuando Dios mira la tierra, esta obedece; cuando habla, los mares rugen; cuando ordena, la luz resplandece. Qué maravilla saber que ese mismo Dios, tan inmenso y glorioso, también habita con los humildes de corazón. Él se deleita en aquellos que le temen y en los que esperan en Su misericordia. Por eso, que nuestras almas se unan en cánticos al único que es digno de poder, gloria y alabanza. Que cada respiración sea una melodía que exalte Su nombre.
Nuestro Dios es la gran potencia del universo. Su poderío no se compara con nada ni con nadie. Él es único, eterno e incomparable. No hay quien pueda sustituirlo ni quien iguale Su sabiduría. Él es el principio y el fin, el primero y el último. Todo lo que existe fue creado por Su palabra, y nada puede existir sin Él. Su magnificencia es maravillosa, Su gloria inagotable y Su majestad indescriptible. Los cielos declaran Su gloria, y el firmamento anuncia la obra de Sus manos. La hermosura de Su creación refleja la delicadeza y perfección con la que todo fue hecho. Cada estrella en el cielo, cada ola del mar, cada criatura en la tierra existe porque Él lo ha ordenado así.
Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder,
la gloria, la victoria y el honor;
porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas.
Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos.
1 Crónicas 29:11
Estas palabras del rey David son una de las más bellas declaraciones de adoración en toda la Escritura. Aunque David no pudo construir el templo para Dios, su corazón rebosaba de reverencia y gratitud. Reconocía que todo —el oro, la plata, la fuerza, la sabiduría y la victoria— provenían del Señor. Por eso, antes de partir, dejó a su hijo Salomón la misión de continuar con la construcción de la casa de Dios, un lugar donde habitaría Su presencia. Este pasaje nos enseña que todo lo que hacemos debe nacer del reconocimiento de que Dios es el dueño absoluto de todo. Él es excelso sobre todos, y Su gloria no tiene fin. Que nuestras vidas, como la de David, sean un continuo homenaje al Dios todopoderoso. ¿Quién como nuestro Dios? Nadie. Digno es Él de ser alabado, honrado y exaltado por siempre. Amén.