Un cántico sobre Jesús

El libro de los Salmos es un amplio tesoro espiritual que nos enseña el mayor propósito por el cual fuimos creados: glorificar a Dios. En cada uno de sus capítulos encontramos expresiones profundas de adoración, gratitud, lamento, confianza y reverencia hacia el Señor. Los Salmos no son simplemente poesía antigua, sino un manual vivo que nos recuerda que nuestra existencia ha sido diseñada para alabanza de Su nombre. Fuimos creados para exaltar Su gloria, para proclamar Sus maravillas y rendir obediencia a Su voluntad. Por eso, una vida sin adoración es una vida desconectada de su propósito esencial.

También, a través de los Salmos aprendemos que toda la gloria y honra pertenecen a Jesús. Muchos salmos son mesiánicos, es decir, anuncian la venida de Cristo y Su obra redentora. Nos muestran que no se trata solo de cantar, sino de reconocer que Aquel a quien cantamos es el Rey de reyes. Él es el Mesías prometido, el Hijo de Dios, el Dios hecho hombre que vendría a salvarnos.

Hoy en día, muchas personas no tienen claro quién es Jesús. Algunos piensan que fue solo un profeta, un maestro o un siervo de Dios. Sin embargo, la Biblia enseña que Cristo es el mismo Dios hecho carne (Juan 1:1,14). Él no es un simple enviado, Él es el Señor de señores, digno de toda alabanza y de toda reverencia. Negar Su divinidad es negar la esencia misma del Evangelio.

El Salmo 24 es una de las más bellas y poderosas proclamaciones acerca de la majestad de Cristo. En él se exalta al Rey de gloria, aquel que ha vencido y que entra triunfante en Su reino eterno:

7 Alzad, oh puertas, vuestras cabezas,
Y alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria.

8 ¿Quién es este Rey de gloria?
Jehová el fuerte y valiente,
Jehová el poderoso en batalla.

9 Alzad, oh puertas, vuestras cabezas,
Y alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria.

10 ¿Quién es este Rey de gloria?
Jehová de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria. Selah
Salmos 24:7-10

Este salmo describe de manera majestuosa cómo Cristo, después de vencer en la cruz y resucitar, asciende a los cielos. Los ángeles, como porteros celestiales, reciben al Rey victorioso que ha derrotado al pecado, a la muerte y a Satanás. Las puertas eternas se levantan en señal de honor porque entra el Señor de los ejércitos. Esta escena es una proclamación de Su soberanía absoluta.

¿Alguna vez has adorado a Cristo solamente por lo que Él hizo en la cruz? No por lo que te da, no por lo que deseas que haga por ti, sino por lo que ya hizo: entregarse voluntariamente, derramar Su sangre y vencer la muerte. Esa victoria lo hace merecedor de toda gloria, aun si no recibimos nada más en esta vida.

Él es el Rey de la gloria. No necesita aplausos humanos para ser Dios, pero en Su infinita gracia nos permite adorarlo y nos hace partícipes de Su victoria. Cuando cantamos, cuando nos postramos o cuando vivimos en obediencia, estamos reconociendo Su reinado. Toda nuestra alabanza debe estar dirigida única y exclusivamente hacia Él.

Adorar a Cristo es mucho más que cantar; es reconocer que Él gobierna sobre todo. Es rendir nuestra voluntad, nuestros planes y nuestro corazón. Es vivir sabiendo que le pertenecemos. Que cada vez que pronunciamos Su nombre lo hagamos con reverencia, sabiendo que no estamos frente a un simple maestro, sino frente al Rey eterno, el Señor de los ejércitos celestiales.

Que este Salmo despierte en nosotros una adoración más profunda. Que al leer estas palabras podamos decir con todo nuestro ser: “Cristo, Tú eres el Rey de la gloria, y mi vida entera te pertenece”. Amén.

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Cantad alegres habitantes de toda la tierra, cantad al Señor