Alabar a Dios es muy importante, ya que detrás de la alabanza se esconde un poder espiritual que muchas veces no comprendemos del todo. En Hechos 16:25-26 vemos uno de los ejemplos más impactantes: Pablo y Silas, encarcelados injustamente, en medio de golpes, dolor y cadenas, no se quejaron ni murmuraron, sino que oraban y cantaban himnos a Dios. Los demás presos los escuchaban atentamente. De repente, un gran terremoto sacudió la prisión, se abrieron las puertas y las cadenas de todos se soltaron. La alabanza abrió caminos donde no había esperanza.
Este pasaje nos enseña que la verdadera alabanza no depende de circunstancias favorables. Muchas veces, cuando enfrentamos problemas, buscamos soluciones humanas, estrategias, consejos o incluso culpables. La alabanza, en cambio, dirige nuestra mirada a Dios, quien tiene poder para intervenir aun cuando todo parece perdido. Tal vez no siempre habrá un terremoto físico como en aquella prisión, pero sí puede haber uno espiritual: cadenas emocionales se rompen, la ansiedad se disipa y la paz de Dios llena el corazón.
La alabanza es poderosa y debe convertirse en parte de nuestra vida diaria. No es una opción, sino una respuesta natural de un corazón agradecido. Cuando ya no sabes qué hacer, alaba. Cuando las lágrimas no te dejan ver con claridad, alaba. Cuando sientas que nadie te entiende, alaba. Dios no rechaza un corazón que le canta con sinceridad.
Alabaré a Jehová en mi vida;
Cantaré salmos a mi Dios mientras viva.
Salmo 146:2
Este versículo es profundo. Nos enseña que no debemos alabar a Dios solo cuando estamos en peligro o necesitamos un milagro. La alabanza no es una salida de emergencia, es un estilo de vida. El salmista dice: “Alabaré a Jehová en mi vida”, es decir, en cada estación: en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la escasez y en la abundancia. Dios merece alabanza no solo por lo que hace, sino por quién es.
La segunda parte del versículo refuerza esta idea: “Cantaré salmos a mi Dios mientras viva”. No hay fecha de caducidad para la adoración. Mientras tengamos aliento en nuestros pulmones, nuestra boca debe reconocer la grandeza de Dios. La alabanza no termina cuando el problema se resuelve; al contrario, debe crecer cada día más.
Pero algo importante: no se trata solo de cantar. Dios no busca una voz afinada, busca un corazón rendido. La alabanza verdadera no es un acto mecánico, sino una expresión de amor, gratitud y reverencia. Jesús dijo que el Padre busca adoradores que le adoren “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Eso significa que no basta con mover los labios, es necesario involucrar el corazón.
Fuimos creados para alabar a Dios. La adoración no comenzó en la tierra, sino en el cielo. Desde antes de la creación, los ángeles exaltaban Su nombre. Y cuando todo esto termine, en la eternidad, seguiremos adorando. La alabanza es lo único que hacemos aquí y continuaremos haciendo en la eternidad.
Por eso, no permitas que la tristeza, el pecado o el orgullo apaguen tu alabanza. Si estás en medio de una prueba, recuerda a Pablo y Silas. Si estás alegre, recuerda que todo lo que tienes proviene del Señor. Y si hoy te parece difícil cantar, dile a Dios: “Aunque no lo entienda todo, confío en ti y te alabo”.
Alaba a Dios, no porque todo esté bien, sino porque Él sigue siendo bueno. Alábalo en la noche y en la mañana, en el dolor y en la calma, en lo mucho o en lo poco. Porque mientras haya vida, debe haber alabanza. ¡Él es digno por siempre!