¿Quién es el que ama a Dios? Muchas personas piensan que amar a Dios es entregar los diezmos, dar ofrendas, ser el primero en llegar a la iglesia, dar donaciones, etc. Quiero decirles que esto no demuestra que somos verdaderos creyentes de Dios. Ser un verdadero creyente va mucho más allá de nuestras obras. Ser cristiano y amar a Dios es vivir una vida consagrada a Dios, tomar nuestra cruz y seguirle cada día.
La Biblia nos dice:
21 El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.
22 Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?
23 Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.
Juan 14:21-23
Como he dicho en el párrafo de apertura; nosotros podemos hacer toda buenas obra y ser puntuales, pero nada de eso determina que somos personas que realmente amamos y tememos a Dios, y es que el amor en sí va mucho más allá. Si pudiésemos buscar un significado para la palabra amor, sería algo completamente complicado, ya que de por sí no podemos definir a la perfección la palabra amor. Diríamos: «Amar es dar», «amor es esto o aquello», pero no querido hermano, amar es mucho más que eso y creo que la mejor definición de amor o amar es «Dios».
El mejor y mayor amor demostrado en toda la historia de la humanidad es la vida de Cristo entregada por nuestros pecados en la cruz del calvario. No hay amor que supere el amor de Cristo, simplemente no lo hay y nunca lo habrá.
¿Amamos nosotros a Dios? ¿Cómo podemos demostrar que realmente le amamos? Sencillo, el verso 21 nos da luz sobre estas preguntas, pues dice: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama».
Tenemos la poderosa Palabra de Dios, y en ella están escritos los mandamientos de nuestro Dios, y debemos no simplemente leerla, debemos procurar guardad Su Palabra y ser santificados cada día a través de ella.
Amar a Dios no se trata de palabras bonitas ni de emociones pasajeras que se manifiestan únicamente en los cultos o en los momentos de alabanza. Amar a Dios implica obediencia, compromiso y una vida de fe constante. Jesús nos enseñó que si realmente le amamos, obedeceremos su palabra, y esa obediencia será el fruto visible de un corazón transformado. No se trata de aparentar santidad, sino de vivirla con sinceridad, tanto en público como en lo secreto.
El amor verdadero hacia Dios se refleja en nuestras decisiones diarias: en cómo tratamos al prójimo, en cómo perdonamos, en la manera en que renunciamos a lo que desagrada a Dios. No es fácil amar a Dios en medio de un mundo lleno de tentaciones y distracciones, pero Su Espíritu Santo nos capacita para hacerlo. Cuando su amor mora en nosotros, el pecado pierde dominio y aprendemos a deleitarnos en hacer Su voluntad.
Muchos dicen amar a Dios, pero con sus hechos lo niegan. El amor genuino no necesita ser anunciado, se demuestra con una vida que honra al Señor. Es un amor que nos impulsa a servir, no por obligación, sino por gratitud. Cuando comprendemos lo que Cristo hizo en la cruz, cuando entendemos que Él entregó Su vida sin que lo mereciéramos, nuestro corazón se llena de un amor que busca agradarle en todo.
Obedecer a Dios no significa vivir una vida sin errores, sino una vida dispuesta a ser moldeada por Él. Cada día debemos pedirle que nos ayude a guardar Su palabra en nuestro corazón, como dice el Salmo 119:11: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti”. El amor a Dios nos lleva a alejarnos del pecado no por miedo al castigo, sino porque no queremos entristecer al Padre que tanto nos ha amado.
Cuando Jesús dijo que el que le ama guarda Sus mandamientos, también nos mostró una promesa gloriosa: “Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”. Qué maravilloso es saber que Dios mismo desea habitar en aquellos que le aman y obedecen. No hay mayor privilegio que ser morada del Espíritu Santo. Ese es el resultado de un amor sincero: una comunión íntima y continua con el Creador.
En conclusión, amar a Dios no se mide por cuánto damos, sino por cuánto obedecemos. No se trata de religiosidad ni de apariencia, sino de relación y entrega. El amor verdadero a Dios transforma, limpia, guía y fortalece. Que cada uno de nosotros pueda decir con certeza que ama a Dios, no solo con los labios, sino con el corazón, la mente y las obras. Y recordemos siempre: “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
