Es muy importante que nuestras familias aprendan y comprendan profundamente la necesidad de rendir nuestras alabanzas al Señor. No se trata solo de asistir a una iglesia o repetir palabras, sino de reconocer que sin Dios nada somos y nada podemos hacer. Enseñar esto en el hogar es fundamental, porque la familia es el primer lugar donde se aprende a amar, a obedecer y a reverenciar a Dios. Si desde nuestros hogares cultivamos una vida de adoración, veremos generaciones firmes en la fe, agradecidas con Dios y conscientes de su presencia en cada paso de sus vidas.
Debemos enseñar a nuestros hijos, hermanos, padres y a toda nuestra familia que existe un Dios real, vivo y poderoso. Ese Dios es quien les cuida, les guarda cada día, les da el aliento de vida y sostiene cada uno de sus pasos. Es necesario que sepan que todo lo que tenemos proviene de Él, y que por eso debemos dar gracias, adorarle con sinceridad y reconocer su grandeza, no solo en los días buenos, sino también en los días difíciles. La verdadera adoración no se basa en emociones cambiantes, sino en quién es Dios: fiel, soberano y digno de gloria.
Que nuestras familias reconozcan a Dios como el origen de todo, como el dador de la vida y el sustento del alma. Que puedan postrarse delante de Él con alegría, con gozo en el corazón, sabiendo que Dios se agrada de un corazón humilde y entregado. Y no solo eso, sino que puedan influir a otras personas, llevando a quienes les rodean a reconocer las maravillas y grandezas del Señor. Cuando una familia entera adora a Dios, se convierte en luz en medio de la oscuridad.
En los momentos de dolor, de enfermedad o de angustia, el único que trae verdadero consuelo, socorro y aliento es el Señor. Por eso debemos enseñar a nuestras familias a ser agradecidas, a no quedarse en el lamento, sino a levantar sus voces en adoración aunque no tengan fuerzas. Alabar a Dios en medio de la prueba no es fácil, pero es una muestra de confianza plena en que Él tiene el control. Esa adoración sincera conmueve el corazón de Dios y fortalece el espíritu.
Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él,
sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre.
Hebreos 13:15
Tal como dice el autor de Hebreos, estamos llamados a ofrecer a Dios sacrificio de alabanza, es decir, una adoración que proviene de corazones sinceros y labios que confiesan su nombre. No es una adoración ocasional, sino constante, porque el versículo dice “siempre”. Esa es la adoración que nace aun cuando cuesta, cuando duele, cuando hay lágrimas. Ese tipo de alabanza agrada a Dios, porque viene de un corazón que sabe que Él es digno en todo momento.
Por eso, debemos enseñar a nuestras familias acerca del poder, la majestad y el amor de Dios. Él es grande en misericordia, lento para la ira y grande en amor. Su bondad es infinita, y su fidelidad nunca falla. Cantemos a Dios para siempre, enseñemos a los nuestros a tener un corazón dispuesto a adorar con sinceridad, con amor y con gratitud.
Que nuestros hogares se llenen de cánticos, de oración, de palabra y de fe. Que cada día, al despertar, nuestros labios puedan pronunciar alabanzas al Dios que vive y reina para siempre. Que no pase un solo día sin darle gracias, sin reconocer su bondad y sin honrar su nombre. Que nuestras familias sean un altar de adoración, donde Dios siempre ocupe el primer lugar.